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Reflexión de Domingo del Arzobispo Jose Gomez

Vivimos en una ciudad que lleva el nombre de los santos ángeles de Dios y la Iglesia Católica de este lugar fue establecida con el nombre del arcángel que le trajo maravillosas noticias a María, la Madre de Jesucristo.

Pero me temo que nuestra conciencia de los ángeles ha disminuido. Ésta es una de las pérdidas que se producen al vivir en una sociedad secular, en la que estamos abrumados por una comprensión totalmente material de la realidad. Nos olvidamos de que existen más realidades en este mundo de las que nosotros podemos ver o captar con nuestros sentidos, o medir con nuestras ciencias.

Como católicos, nosotros creemos que hay un mundo que no se ve, un mundo del Espíritu que se mueve fuera de las noticias, de los acontecimientos y de las apariencias de la vida cotidiana. La creación incluye “lo visible y lo invisible”, como decimos en nuestra confesión de fe. Aunque no podamos verlo, Dios habla y actúa; los ángeles nos ayudan y los santos pueden escuchar nuestras oraciones e interceder por nosotros. Una de mis peticiones durante este año jubilar de la fundación de la Misión San Gabriel Arcángel es que crezcamos en nuestra conciencia del gran don que tenemos en nuestros ángeles.

La hermosa verdad revelada por Jesús es que cada uno de nosotros tiene un santo ángel de la guarda, a quien recordamos en nuestra liturgia el día 2 de octubre.

Nuestros ángeles nos son dados —son una hermosa señal del amor y del cuidado de Dios— para que caminen con nosotros y nos protejan durante el trayecto de nuestra vida. Desde el momento en que nacemos hasta que exhalamos nuestro último suspiro, estamos constantemente acompañados por nuestros ángeles y bajo su atento cuidado.

Dios nos da nuestro ángel para ayudarnos a llegar al cielo. Las palabras que Dios le dijo a Moisés, nos las dice también a nosotros: “Voy a enviar a un ángel que vaya delante de ti, para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que te he preparado”.

Cuando leemos con atención las Sagradas Escrituras, no podemos dejar de notar que los ángeles están en todas partes, empezando por el Jardín del Edén, en los albores de la creación. Y cuando leemos los evangelios, nos damos cuenta de que los ángeles aparecen en cada etapa de la vida de Jesús. El arcángel Gabriel le anuncia a María que Jesús vendrá. Cuando Jesús nace, los ángeles aparecen en el cielo cantando: “Gloria a Dios en el cielo”.

En los primeros años de vida de Jesús, un ángel vino a advertirles a María y a José sobre los planes que tenía Herodes de matarlo. Hubo un ángel con él durante sus tentaciones en el desierto. La noche anterior a su muerte, un ángel vino a fortalecer a Jesús en su agonía en el Huerto de Getsemaní. Y el día en que Jesús resucitó de entre los muertos, un ángel se apareció en su tumba vacía para decirles a los apóstoles que él había resucitado.

Jesús nos dijo que cuando él volviera, regresaría en compañía de los ángeles. Y nos ha confiado al cuidado de nuestros ángeles hasta que él vuelva. Los primeros cristianos vivieron una relación muy íntima con sus ángeles de la guarda y muchos de los santos nos enseñan que debemos tener una verdadera amistad con nuestros ángeles.

Uno de mis maestros espirituales, San Josemaría Escrivá, tenía una gran devoción por los ángeles. Él escribió una vez: “Ten confianza en tu ángel de la guarda. Trátalo como a un amigo de toda la vida —porque eso es lo que es— y él te prestará mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día”. Un paso práctico que podemos dar para desarrollar nuestra conciencia de los ángeles y del poder que ellos tienen es adquirir el hábito de saludar a nuestro ángel y de hablar con él en el transcurso del día.

Tal vez pueden pedirle a su ángel que los ayude a encontrar las palabras adecuadas que hay que decir en una conversación. O pedir su luz y su guía como ayuda para permanecer en el camino de seguimiento de Jesús. Cuando estén orando por la gente, pídanles a sus ángeles de la guarda que los cuiden. Todos deberíamos recuperar el antiguo hábito de rezar todos los días, la oración que aprendimos de niños: “Ángel de Dios, que eres mi custodio, pues la bondad divina me ha encomendado a ti, ilumíname, guárdame, defiéndeme y gobiérname. Amén”.

Qué hermoso sería si pudiéramos tener esa devoción de rezar juntos esa oración, en nuestros hogares y familias. ¡Qué regalo tan grande es el inculcarles a nuestros niños esta devoción a los santos ángeles! Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y encomendémonos cada vez más al cuidado divino de los ángeles y a la protección maternal de María, Nuestra Señora la Reina de los Ángeles. VN

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